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L Í Q U I D O

02.

DOSSIER

 a/         con - tacto

01.        lleva pasando nada mucho tiempo

02.        ieri e qui / scusa

03.        respiración para piano

04.        temperatura

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01.

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04.

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03.

 b/         la piel

05.        hasta sentir el mudar

06.        análisis para la calma

07.        sustratos

08.        barro, tal vez

09.        la última inocencia

10.        hinoki

06.

05.

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07.

(pincha para visitar)

09.

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08.

10.

 c/         los hechos

11.        la habitación

12.        la ostra y la nuez

11.

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12.

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TEXTO

DOSSIER

texto real

índice

STATEMENT

Aunque a veces no se entienda, debido a que hay cosas que no explico, el propósito del texto no es, ni mucho menos, confundir. Se trata por el contrario de una aproximación a lo que pudiera ser en un futuro una declaración de intenciones. La explicación manifiesta de mi posición a la hora de plantear la creación artística. Pues he tenido como objetivo principal la toma de decisiones guiándome siempre de la máxima sinceridad que me ha sido posible reunir. Asumiendo, sin duda, los cambios pertinentes e inevitables. Por ello creo innecesaria la explicación concisa del propósito o el significado de la obra o del texto planteado, pues esto ha sido, es y seguirá siendo ante todo un proceso que a veces es incomprensible de todo punto. El broche final y colofón del viaje más improbable y a la vez más esperado que he hecho. Aunque esto es sólo el principio.

 

Partiendo del frío constante y de la piel de gallina, empecé asumiendo un conflicto que pedía a gritos encontrar la calma. Y la búsqueda de una voz nunca fue tan complicada. Una vez que asumí que se habían desplomado todas las certezas, comenzó el desparrame emocional y el conflicto en todos los afectos, hasta sentir el mudar de una vez por todas. No pudo ser entonces más evidente el hecho de necesitar una guía, un manual que dictaminase el siguiente paso a dar. Para por fin aprender a caer, con el goce pertinente, para encontrarme en el barro, tal vez. Y ahora que todo parece haber terminado, siento más fresca la mirada, bajo la sombra del hinoki en lo alto de la cima de la montaña, que me permite ver todo el camino andado hasta ahora. De momento intuyo que esta ha podido ser la última inocencia permitida. He sentido y así lo he hecho que ahora toca posicionarse dentro de este mundo hostil con el que he decidido lidiar, para indagar sobre el manifiesto que quiero defender a la hora de mirar a la cara a la obra de arte.

01.        en el mientras tanto

02.        una aporía de lo imposible

03.        hacerse preguntas que nunca

04.        la habitación

05.        la ostra y la nuez

LÍQUIDO

01.

EN EL MIENTRAS TANTO

Ni siquiera empieza teniendo una forma, o una dirección hacia la que se mueve. Avanza poco a poco, como a tientas en la oscuridad. Como una mano que busca en la rugosidad de la pared el interruptor de la luz, pero no lo encuentra. Y así, movida por la valentía y la desesperación de estar parada, una se aproxima sin ver apenas nada, pero con la confianza absurda de que no habrá nada con lo que chocar.

 

Ese afán por el movimiento, por la búsqueda de una nueva forma o de una nueva composición, es sin duda la necesidad del proceso creativo. Quizá el deleite del tacto tiene que ver con la espera; con la pausa de saber que no se va a llegar a ninguna parte. Con detenerse a perder el tiempo, porque es ahí donde se estarán creando cosas nuevas. O no. Pero es justo ahí donde se cae en la cuenta de que da igual el hacia dónde, pues el sentimiento que se tiene con respecto al arte y a la creación, es el de un líquido que no tiene forma propia, pero que tiene una necesidad irrefrenable de expandirse, como cuando el agua de la lluvia se desparrama por una pendiente lisa, poco pronunciada y sin obstáculos. O como una miel espesa y lenta, que avanza casi sin darse cuenta cubriendo el hueco profundo que han dejado las grietas en la tierra. Parecido al mercurio de forma ambigua y recorrido autónomo, deslizándose por el cristal que lo separa de un peligro inesperado.

 

¿Por qué crear de más en un mundo que está pidiendo a gritos el menos? ¿Hasta dónde llega la necesidad y el impulso creativo? ¿Existe realmente esa necesidad? ¿Para quién crear? ¿En qué espacio queda el verdadero disfrute? Las manos modelan gustosamente el barro y quedan manchados los surcos de las huellas dactilares. Adrede no quiero lavármelas, porque el objeto que se ha generado es suficiente, y pensando en todos los procesos que vienen después, ¿acaso no pierde todo el sentido? ¿Están hechos los objetos para ser mirados? ¿Existe un objeto si no se empapa de la mirada del otro? ¿A qué suena un árbol cayendo en un bosque vacío? Encontrarse inmerso en una sensación de atropello es también parte del proceso que acomete, quizá parecida a la incertidumbre de estar mojado sin posibilidad de secarse. Es posible que ni siquiera sea necesario responder, al igual que no hace falta que el líquido tenga una forma determinada. Y es que encontrar una respuesta no te asegura afianzar las certezas, ni encontrar un camino que seguir. Yo, por si acaso, me quedaré en la seducción de la pregunta, deleitándome en el mientras tanto.

del Lat. liquǐdus

El líquido es el estado de agregación de la materia en forma de fluido altamente incompresible, lo que significa que su volumen es casi constante en un rango grande de presión. Es el único estado con un volumen concreto, pero no con forma fija, por lo que sólo queda definido por el recipiente que lo contiene.

 

(La imagen del fluir y de la expansión incontrolable de la materia o del fenómeno mismo que la comporta, como metáfora visual del proceder de la creación. La capacidad de movimiento e irradiación del sentido actúa como el fluir del agua que lentamente avanza por una pendiente poco inclinada. Estado de agregación de la materia que mana incontrolable, con un volumen determinado, pero sin forma concreta, adaptándose ésta última al lugar en el que se acopla.)

02.

una aporía de lo imposible

(,)

(,)

El arte es, a mi parecer, un fenómeno potente por lo siguiente: es inútil y útil al mismo tiempo. Inútil porque no tiene ninguna función eminentemente práctica. No es un objeto que “sirva para algo” en específico (como una silla, una prenda de ropa o un aparato electrónico), más que para quizá mostrar algunos aspectos de la sociedad en la que se ha desarrollado. Útil porque es un producto derivado del ser humano que más deseo genera. Es decir, su utilidad es puramente punzante, que impulsa al ser humano a hacer y poseer cosas que, paradójicamente, no tienen utilidad. Quizá sea por este motivo que el tocar, queda vinculado que esta idea: el deleite de la pausa de acariciar tiene sentido en objetos que carecen de utilidad práctica. Razón por la cual no concuerda esa tradición del afán de proteger el objeto de arte con el contacto de las manos. La obra de arte se configura como objeto (después de existir previamente en la imaginación) en las manos del artista. Al ser el creador el primero que rompe la barrera de la posibilidad del tacto al crear el objeto con sus manos, o al tocarlo y manipularlo durante el proceso, se deduce que la absorción de la imagen de la obra de arte no debería limitarse a la vista, aunque se haya rozado superficialmente la idea de que “ver” también puede entenderse como “tocar”.

Empiezo a intuir que, casi de manera obvia, el deseo es inevitablemente tacto. Ocurre cuando queremos algo con mucho ahínco, que sentimos la extraña necesidad de tocarlo a toda costa, y se vuelve imprescindible que las yemas de nuestros dedos se deslicen por la superficie de la cosa, para cerciorarnos de que nuestro deseo por ella se ha visto cumplido de alguna manera. Este chequeo resulta agradable cuando el resultado es absolutamente positivo. Pues tocar un objeto, conectar y “con-tactar” con su superficie parece paliar las ansias de posesión, hasta cierto punto, y por un período breve de tiempo. La medida de cuánto se desea algo puede estar directamente proporcionada al placer que haya producido ese primer contacto. Y no siempre ocurre con los dedos.

 

Leonardo Da Vinci describe en alguna de sus Notas la manera en que las imágenes desprenden una especie de onda, que viaja hasta las células que forman el ojo humano y, con su roce, penetra la proyección de la forma de las mismas hasta llegar al cerebro con su información. Según esta creencia, las imágenes llegan a nuestro conocimiento por medio del tacto. Luego se produce el deseo. A veces también pasa con el olor. Una fragancia químicamente compatible que roza las cavidades de la nariz puede producir un estímulo extraordinario que haga creer al entendimiento que se ha encontrado el amor. Inhalar las partículas que desprende el cuerpo que se desea (tocar) produce efectivamente que esa ambición aumente; y así querer llevar el contacto al siguiente nivel. Dedos, labios, lengua, fluidos. Se asume que son cosas distintas, pero todo esto supone tocar a diferentes escalas. Incluso, a pesar de que se asuma lo contrario, ya se habrá tocado ese cuerpo antes, a través de esa aspiración primera que hizo crecer el deseo. Querer algo es querer tocarlo, o incluso querer algo se produce al haberlo tocado, primeramente, si asumimos que los pensamientos de Da Vinci eran acertados. Pues la imagen de lo deseado habrá entrado en contacto con nuestra corporalidad justo en el momento de haber observado la cosa, sin (como se venía pensando) haberla tocado previamente. Pero sí.

 

¿Por qué se dice entonces que la piel es el órgano del sentido del tacto, si todo cuanto somos hacia el interior, hacia el contacto con el cuerpo mismo, es tacto también? ¿Acaso no se tocan los órganos entre ellos? ¿No sería entonces correcta la idea de que todo lo que somos en cuanto a exposición y recepción de estímulos tanto del exterior del cuerpo como del interior es tacto? ¿Por qué se ha atribuido esta cualidad solo a la piel? Si se sigue el hilo de ese pensamiento, se asume que estamos continuamente tocando y siendo tocados, no sólo por fenómenos que llegan del “afuera”, sino por nosotros mismos. Es del tacto desde donde llega continuamente información que hace que se formen imágenes y pensamientos. Se puede incluso llevar esta idea a otros niveles de reflexión, si atendemos a la investigación que el arquitecto Juhani Pallasmaa plantea en relación con la arquitectura y los sentidos en Los ojos de la piel. Pues el cuerpo es capaz de expandir todas sus capacidades al mismo tiempo para relacionarse con el espacio, proyectando su propia imagen con el lugar y los objetos que hay en él. Y este mecanismo, con el uso de todos los sentidos juntos, se hace también mediante el despliegue de la virtud del tacto. De repente, caigo en la cuenta de que una imagen no vale más que mil palabras. Pues, en realidad, es el contacto el que vale más que mil imágenes.

 

 

Cabe destacar que una imagen no es aquello que vemos de la realidad, o lo que imaginamos, recordamos o asumimos como existente. No es, ni siquiera, una representación del espacio o de un objeto o sensación. Cuando se habla aquí de “imagen” no es un cuadro vistoso y bien elaborado, en el que aparece una diosa desnuda como alegoría de la belleza. No es una escultura, una fotografía de una calle al atardecer, ni una performance que representa un sentimiento. Una imagen no es, a pesar de lo que pueda parecer, una poesía. La imagen es, ni más ni menos que existencia. Es lo que hace al ser entenderse como tal, comprenderse al igual que comprende su entorno y la relación que existe entre este y el cuerpo. Y quizá si aislamos estos pensamientos se puede llegar a la conclusión de que el entorno más cercano y que primero conocemos, el espacio primeramente habitable es el cuerpo. La piel hacia el exterior y el tacto como herramienta de conocimiento primero. Así pues, la imagen queda mucho más relacionada con el tocar que con el ver, alejando a lo mejor al arte de la hegemonía de la mirada, para comenzar a vislumbrar las manos como receptores primeros de las formas.

 

Esta extraña deducción camina a hurtadillas, muy despacio, por una cuerda mal tensada que en cualquier momento puede no ser capaz de sujetar el peso del argumento. Es posible éste se desplome hacia el suelo y se precipite en el asfalto, dejando un reguero de sangre que será limpiado a la mañana siguiente por el primer barrendero del alba, pues hoy en día en el arte parece no haber lugar para los débiles. Será quizá la muerte de una romántica idea sobre el fenómeno del sentido del tacto, que se estampa en la calle por el simple hecho de no haberse sustentado correctamente. El golpe se oirá fuerte. Pero ¿y si este pensamiento se sujetase como una mano agarra fuerte la barra en el metro para no caerse? De nuevo, se presentaría otro ejemplo de cómo el deseo impulsa a tocar, estando ahora incluso vinculado a la idea de aferrarse a la vida, inasequible al desaliento. O que el tocar (en este caso la idea de no caerse) impulsa al deseo de agarrarse a la barra y aferrar así todas estas ideas.

 

¿Qué ocurriría si nos cortasen las manos? La mayoría de las veces, cuando imaginamos (de nuevo, la imagen) el ser desprovisto de un sentido, rápidamente se tiende a elucubrar sobre la posibilidad de perder la vista. Lo típico: el resto de nuestros sentidos se agudizarían. El oído, el olfato, el equilibrio, la orientación, la espacialidad, el tacto o el gusto se abrirían camino por la querencia de llegar a ser el nuevo favorito. ¿A alguien se le ha ocurrido pensar en una vida sin manos, en una vida sin cuerpo? En condiciones normales y antes de pararse a pensar profundamente en esto, se asume que la pérdida de la vista es la más dolorosa. Se deduce que, si esta desaparece, se pierde por completo la capacidad de generar imágenes mentales con las que el resto de los sentidos no podrán ni competir. Pero los ojos nos son los únicos que tienen el poder del tacto, de generar imágenes.

 

En realidad, se sabe que el olfato, por ejemplo, nos lleva directamente al centro de la memoria. El oído nos susurra movimientos asociados a la vida del lugar y los objetos a los que uno se enfrenta. El tacto avisa de todas las cualidades del entorno que la pupila no es capaz de discernir. ¿Es posible, acaso, sentir el mismo deseo por una prenda de ropa sin tocar u oler y, por ende, experimentar (ver) cómo de gustosa es la tela que la conforma? A mi entender, resulta casi inevitable llevarme a las manos aquello que deseo poseer. Previamente a tener algo, surge una necesidad extraña de cuidado y mimo de esa cosa. Es raro no acariciar las paredes de una casa antigua de tu pasado de la que te estás despidiendo. Y así, quedan los afectos más primarios estrechamente relacionados con el hecho de palpar como deleite e intimidad con lo tocado. ¿Porqué se prohíbe entonces tocar las obras de arte que hay en los museos? Si el objetivo primordial del artista es que el espectador se deleite y “desee” lo que ha creado, ¿por qué se le prohíbe tocarlo? ¿qué se pretende (absurdamente) proteger?

 

 

Podría darse el caso que la historia del arte (y con esto no me refiero a la “Historia del Arte” como aquellos acontecimientos sucedidos a lo largo del tiempo, si no a la manera en que se nos ha educado a entender, apreciar y gestionar el arte) esté, de repente, mal planteada. Al menos si se mira desde el prisma del tacto o del contacto. Si desde un principio la historia del arte se hubiese dirigido hacia la posibilidad de apreciar el arte con todos los sentidos, para así potenciar el deseo, quizá los derroteros artísticos hubiesen virado hacia un extremo completamente opuesto. Un arte que se pueda tocar rompería las barreras y distancias que se crean entre el espectador y la obra. La gestión de la distancia con el arte sería completamente diferente y la disciplina de la restauración tendría que enfrentarse a retos descomunales. Pero quizá sean preguntas y suposiciones demasiado difíciles de contestar para alguien que prefiere quedarse en el proceso.

 

Esto me lleva a pensar de forma casi inmediata en la inutilidad del arte. Que no es, ni por asomo, la inutilidad de las imágenes (pues ya he intentado esbozar la idea de que las imágenes no se refieren a representaciones), ni siquiera en la inutilidad del acto de creación. No obstante, antes de empezar el siguiente razonamiento, querría anunciar que sí abogo por esa temida “inutilidad” del arte, fuera de complejos discursivos y funciones sociales quizá demasiado metidas con calzador. El arte como deleite, como goce, como pensamiento, como seducción y como acto egoísta de paliar un deseo personal e íntimo, como ejercicio de libertad y creación de realidades nuevas e inexistentes que solo le interesan al autor y, con suerte, a unos pocos seguidores.

 

 

Puede sonar contradictorio. Pero quiero decir tocar de verdad. Tocar con todos los sentidos. Oler el óleo genera una imagen diferente de la pintura que, si únicamente nos quedamos a dos metros de esta, intentando entender la representación que ella genera. El contacto de las partículas de pintura con las fosas nasales puede dejar otro tipo de huella en la memoria. Y de repente, el compendio de los sentidos es un campo más amplio de lo que habíamos imaginado. Después de esto, casi deseo estar delante de uno de los cuadros más enigmáticos de la Historia del Arte, acercarme lentamente y, con los ojos cerrados, abrir mi boca y lamer. Puede que el gusto y el contacto con el interior del cuerpo le dé al cuadro un espacio nuevo en el que moverse que jamás antes hubiera imaginado su autor. ¿A qué deben de saber Las Meninas? Giorgio Agamben estaría altamente orgulloso de saber que ahora, sus Ninfas pueden ampliar sus canales para alimentar la imaginación y fortificar sus propias imágenes con otros sentidos.

 

En el hilo de estos pensamientos, los escritos de Pablo Maurette en El sentido olvidado ofrecen un precioso recorrido gracias al cual descubrí que el tacto se irradia y se practica por todo el cuerpo. Por fuera, en la superficie de la piel, y por dentro, órgano con órgano, estableciendo un contacto con el propio interior. Y así, el tacto se convierte en espacio. Espacio hacia dentro y hacia fuera, con diferente intensidad y amplitud de onda, extrapolable al resto de sentidos que son también tacto. ¿Cómo abandonar entonces la idea (puesta torpemente en un lugar tan común) de que el cuerpo es espacio? Volviendo a las reflexiones de Juhani Pallasmaa, es indispensable para el individuo proyectarse como cuerpo en los espacios en los que se mueve, estableciendo así conexiones de significados entre ambos conceptos (cuerpo y espacio). De esta manera, los lugares se producen debido a las proyecciones que han hecho los individuos de sus cuerpos con el lugar y viceversa. El cuerpo se entiende como espacio propio, como mecanismo para poder diferenciar el “adentro” y el “afuera” y así relacionarse con el entorno. En este sentido, los órganos y los contactos que se establecen entre ellos podrían ser objetos que se disponen en este lugar-cuerpo que habitamos, de la misma manera que se disponen los muebles de las casas (construidas también como proyecciones del cuerpo). Si se extrapola esta idea al arte, las obras o piezas generadas por el artista (por su mano) son extensiones de su cuerpo (órganos) que podrían disponerse en el lugar-cuerpo hacia afuera. No se me ocurre un mejor lugar-cuerpo que una sala de exposiciones.

 

Pero tal y como argumenta Ricardo Piglia, también podría estar de acuerdo con la visión suya de que el arte puede funcionar como una forma de resistencia privada, personal y hermética, que queda encerrada como una cápsula del tiempo para ser vista por un público futuro, fuera la obra de arte de su contexto, siendo ésta el reflejo de la sociedad en la que se enmarcó. Una manera de crear en el anonimato, como una vía de escape, de expresión de sensación oblicua y de no pertenencia a una sociedad que parece no representarte. El arte así podría interpretarse como un secreto que no se va a dejar leer por la sociedad en la que se ha desarrollado, y sólo podrá entenderse e interpretarse para saber cómo era en su ambiente propio, en las lecturas futuras de un público venidero. Quizá la función del arte (y por ende del artista) sea de mensajero del tiempo, destinado a contar lo que se estaba sintiendo en el momento de la creación, en una cápsula. Pero curiosamente, el artista no piensa en nada de esto cuando está creando. De nuevo, todas esas reflexiones y fenómenos vienen después, impuestos por otro que viene ajeno del arte. Una mano que señala con el dedo índice y pone una etiqueta que quizá no corresponde. Pero eso da igual, porque el espectador ni siquiera se lo plantea.

 

Y es posible que de aquí venga la verdadera contradicción de este texto: que quizá sí vea función alguna en el arte y una leve utilidad que se camufla y se disipa; se escapa como agua entre las manos. No se pretende con esto llevar la razón de nada, pero sí podría decirse que se agradece el comentario de Fernando Pessoa cuando dice que “sólo hay dos formas de tener razón; una es callarse, la otra contradecirse” ¹.

03.

hacerse

preguntas

que nunca

1. No recuerdo dónde leí esta cita; búsquela usted mismo/a.

Pero cuando se encuentra el interruptor de la luz el cosquilleo de nerviosismo, que creaba la incertidumbre de no saber si se tenía que caminar a oscuras, se disipa. Se pierde la emoción y la valentía una vez que se ve el camino despejado, sabiendo ya que no va a haber obstáculo alguno. Pues entonces anidan las certezas y se empieza a tener un incómodo estado de suspensión emocional, en el que todo da igual, todo se presenta innecesario, para nada trascendental, olvidadizo. Una vez superada la fase de creación, en donde sí se halla emoción, se paralizan los sentimientos. Aquellos que provocan la punzante y placentera sensación de picor al no tener el objeto que se está imaginando y que se desea crear. Y cuando se presenta la obra terminada, surge un sentimiento de no correspondencia, como si aquello que se ha creado ya no perteneciese al cuerpo del que ha salido, y quedase arrojado al mundo desprovisto de emoción e intriga. Una vez hecho, se calma el picor.

 

Puede resultar una posición difícil de compartir, sin caer en reduccionismos de los que realmente se pretende huir. El manifiesto de un arte del proceso tiende a dejar de lado la importancia del resultado final de la pieza. Y curiosamente tampoco se pretende eso, pues querer ocultar y privar al mundo del objeto final de arte, puede llegar a ser un proceso banal y de un celo innecesario. Pues si un árbol cae y nadie lo escucha, habrá caído igualmente. Si una obra de arte existe como objeto, no por dejar de verla deja de existir. Hay, inevitablemente, un resultado final. Pero ¿y si éste resultado estuviera en continuo cambio y uso? La pieza quedaría como material también, pudiendo formar parte de otras obras venideras, siendo así el proceso creativo un proceso real, pues todo objeto producido puede ser susceptible de formar parte de otra cosa, de otra obra. Quizá así nunca se acabase el crecimiento y el desparrame; jamás cesaría de expandirse el agua por la pendiente o la miel por la grieta.

 

Así pues, se viviría todo el tiempo cayendo, deslizándose a oscuras, buscando el interruptor de la luz sin llegar a nada. Todo el tiempo en el proceso y en la emoción de no tener un final determinado ni un resultado concluyente al que aferrarse. Cambiando de lugar las obras, usándolas para otros fines, rehaciéndolas, modificándolas y destruyendo lo que fueron en un primer momento para ser ahora algo diferente. Lo terminado quedaría obsoleto y puede que así el artista dejase de poder vender el arte, usarlo como producto y empezar a entenderlo como un fenómeno en permanente expansión, huyendo de la comercialización. ¿Puede venderse algo que no está acabado? Es posible que quedarse en el proceso implique renunciar a muchas cosas. Entre ellas, convertir el arte en un “trabajo”. Puede incluso tener algo de sentido, si volvemos al pensamiento de que el “producto de arte” es algo eminentemente inútil. Quizá la sensación de des-encaje se produzca justo aquí: al darse cuenta de que se ha cambiado la visión del artista clásico.

 

 

Si se presenta un espacio óptimo para el desarrollo de las obras de arte que aquí se imaginan, podría parecerse a uno que quedase en la oscuridad. Allí los objetos quedarían en continuo movimiento y en apertura total a la posibilidad de cambiar de lugar, de posición, incluso de compañero-objeto con el que dialogar al lado. Y surge irremediable la pregunta de si se siente la necesidad de mostrar ese juego, ese proceso perpetuo, al resto. ¿Es la habitación que se imagina un proceso íntimo y privado? El hecho de querer cerrar la creación hasta tal punto de plantear una habitación propia para la producción y la exposición encierra una contradicción si se ha dicho previamente que no se busca algo cerrado y concreto. Quizá es precisamente por eso, que el lugar idóneo para la muestra del arte no sea la galería, el museo o la sala de exposiciones, sino el estudio del propio artista. El espacio-cuerpo donde nació la obra. Pero sí hay un deseo, como ocurre con la imagen o con el tacto. Hay un apetito de hacer, de sacar, de tocar, componer, ver y deleitarse. Y se empieza a intuir que no es porque otros quieran verlo o alabarlo. Si se diera el caso de que finalmente el árbol cayese, en efecto, en un bosque vacío, sonaría de igual manera e, igualmente el árbol se habría caído. La acción en sí que lleva al árbol hasta su horizontalidad y su desplome, su final. Quizá eso sea suficiente.

 

Una vez establecido esto último, es posible que el sentimiento de des-concierto, des-encaje o des-encuentro vaya poco a poco desapareciendo. Pues una vez que una se posiciona en la necesidad propia, sin importar lo que vendrá después, es casi un alivio. Planteadas las preguntas y asumiendo que quizá no se requiera una respuesta, la sensación de incomprensión y extrañeza se calma un poco. Las posibilidades se abren camino y se puede empezar a avanzar en múltiples direcciones, cogiendo a la inquietud de la mano, pues el estado de alerta será el que mantenga a flote la necesidad.

 

 

Hablando del corazón en Claros de bosque, imaginándose rodeada de árboles que caen y que nadie escucha, María Zambrano defiende que la multiplicidad queda unificada en un equilibrio sin aislar ningún elemento de las realidades que la forman. En este sentido, el proceso queda asumido como parte intrínseca y fundamental de la creación. Proceso que quizá se niegue con demasiada frecuencia, intentando omitir los pasos que se han dado hasta llegar al resultado final de la pieza. Lo múltiple, las partes enteras desde que se imagina hasta que se termina el objeto, debe asumirse como un todo que consigue unir todas las realidades alrededor del fenómeno del arte. Zambrano alude a la idea que todo aquello que termina punzando el corazón, es digno de ser escuchado y atendido. En el mismo fragmento, se dice que el corazón puede que sea el único órgano del cuerpo que suena, como centro de todo, accionando y haciendo sonar a los demás. Se habla de éste como el motivo principal de la construcción de espacio íntimo que se tiene del cuerpo. Pues, habiendo llegado a la conclusión de que la necesidad de creación nace del individuo, es innegable que se atenderá a mirar primero al cuerpo. Un espacio con potencia propia, para generar imágenes, las cuales provocarán, como se apuntó previamente, al deseo y con ello, a la construcción del objeto, al tacto.

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( Las cosas inevitablemente tienen una materialidad, están ahí, pueden tocarse, transitarse, habitarse. Y una vez visualizado el lugar donde los objetos creados tendrán lugar, el enredo empieza a desanudarse solo, y aunque aún no se haya encendido el interruptor, la angustia desaparece un rato, remite: porque aún no se ha abandonado el proceso creativo. Se sabe y se tiene la tranquilidad, la certeza, de que nada en este lugar es inamovible. Todo es susceptible de moverse, cambiarse, rotarse y expandirse. Como si la habitación estuviese en pendiente y no dejase nunca de llover. )

04.

la habitación

05.

la ostra

y la nuez

(pincha para visitar "the room")

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Hace tiempo que las cuestiones anteriores se antojaban imperativas. Sentimientos casi vergonzosos que se hacían cada vez mayores y acrecentaban la percepción de desencaje. Con este revuelo, se había olvidado cuál era el propósito de La Habitación, y qué sentido tenía su construcción en todo esto. De repente, apareció el motivo por el que crear ese habitáculo específico dentro del espacio expositivo. El porqué era, sin duda, la extrañeza. No del lugar o del espacio, ni del hecho de deambular por el mismo, sino de lo que en éste se coloca. Una extrañeza que provenía de no saber si los objetos que se mostraban tenían algún sentido. Pues existe un conflicto inevitable con el hecho de crear un objeto (de arte) en un lugar “con lógica” (el estudio o taller del artista), en donde ha sido concebido, y con el hecho de trasladar este objeto al lugar de contemplación (la galería o el museo). Surge aquí la duda del espacio de pertenencia de la obra de arte, y con esta, otras preguntas que apenas se pretenden responder. ¿Cuál es el lugar idóneo para mostrar o exhibir una obra de arte? ¿Guarda relación el “dónde” con el propósito con el que el artista ha creado la pieza?

 

Debido al interés intrínseco y puramente existencial de “permanecer en el proceso”, se presenta muy extraño el hecho de sacar de contexto al objeto artístico (es decir, de su lugar de origen, el estudio) para llevarlo a un lugar al que, a priori, no pertenece. ¿Han sido realmente los objetos de arte creados para ser observados? Posiblemente, si Duchamp levantara la cabeza me diría que las obras únicamente se completan con el espectador. Pero ¿no es el autor, en cierto modo, público de su propia obra? ¿Tienen sentido cuando los observan aquellos que no los han creado? ¿Puede llegar el espectador a entender hondamente esos objetos, ya que no han visto ni experimentado su proceso de creación? Yo sigo pensando que el árbol cae, a pesar de no ser escuchado. Por mucho que el artista explique, o se escriba sobre aquello que ha hecho, el espectador jamás llegará a entender aquello, debido quizá a que hay algo que siempre quedará en la sombra: el proceso. No es algo que realmente pueda explicarse, y de ser así, quedarían tantos huecos que sería una información velada y diferente a la experiencia real. Puede aproximarse con una opinión más o menos formada de lo que ve, gestionando sus propias conjeturas y estableciendo sus interpretaciones. Y, aun así, no estoy segura de si se llega en algún momento a comprender del todo el objeto de arte. Al menos, si este se coloca en una galería o espacio aséptico, ajeno por completo al mundo en el que ha sido creado.

 

La Habitación surge a partir de este conflicto entre el objeto y su alienación del lugar en el que ha sido creado. Precisamente del sentimiento de extrañeza y de no pertenencia de ese objeto a otro lugar del que provino. Se genera entonces una fractura en los lugares, una grieta inconmensurable que desequilibra el significado de los objetos en el lugar. Un unheimlich bien convenido que ni el mismísimo Sigmund Freud vio venir de lejos. La habitación dentro de la habitación, un objeto en sí creado (un espacio) en el que se depositen y se elaboren directamente los objetos, sin sacarlos nunca de su contexto ni de su lugar de origen. El espectador entra en la galería, ve una sala dentro de la misma, que puede recorrer, medir, transitar desde su adentro y su afuera. Un espacio que, de por sí, ha sido construido por la propia artista. Dentro de éste, los objetos de arte que se han creado ahí mismo se exponen. Sin salirse nunca de su sitio, de su lugar de pertenencia; el estudio y el proceso creativo, en el que se permanece y que nunca cesa. Entonces el sentimiento de extrañeza desaparece, porque las piezas están donde han nacido, y en donde se pensó que iban a ser observadas. Los órganos no están hechos para salir de los cuerpos.

 

 

The room se convierte en cobijo, en un acto de protección de significados. Los objetos no estarán expuestos jamás a sentirse ajenos al espacio en el que se exponen. Ya no estarán descontextualizados y podrán observarse tal y como se concibieron. La formación de un cuerpo completo que es al mismo tiempo lugar y objeto de observación. Un hermetismo íntimo al que el espectador puede asomarse, sin transgredir el significado mismo del objeto, y analizando “su imagen” en el lugar propio al que siempre ha pertenecido; el estudio, el taller, el proceso. Leyendo sobre el concepto en el libro La Habitación comprendí gracias a Xavier Monteys que nuestro impulso natural como seres es ocupar los espacios que más se parecen al destello de nuestras auras. Nos aferramos a los espacios que más acordes son a la manera que entendemos la realidad y, casi como un hecho biológico, nos aferramos a ellos, los habitamos.

 

Es por ello por lo que se acepta como indispensable habitar el espacio de exposición de arte de otra manera, casi emocional y afectiva. Una vivencia completa de espacio en donde experimentar (o al menos acercarse lo máximo posible) la acción de crear. Y esto puede que no se haga con afán de enseñar el resultado a un supuesto público interesado, sino como sensación de alivio para la propia artista, de corroborar que las piezas por fin están donde pertenecen.

La creación de este lugar queda ahora entendida como un hecho casi biológico, que resuena una y otra vez dentro del mismo. Sentir que el cuerpo pertenece tanto al espacio como a la acción que en él se realiza. Un ente en su lugar idóneo que genera las acciones concretas para las que ha sido creado. Como los huecos del corazón que mencionaba Zambrano en Claros de bosque, se escucha cómo la imaginación hace resonar cada latido, anunciando que próximamente se sacará afuera aquello que mueve, que punza; lo que moviliza. Es sentir permanentemente que se hace con sentido, siempre movida por la necesidad pura de crear, sin un sentido, dirección o utilidad. “Me abro al cierre” escrito en la Snitch Dorada, como una ostra que se aprieta contra sí misma para no liberar jamás la perla. O una nuez, cuyo cascarón hay que romper y fragmentar para poder alcanzar el fruto. Espacios de intimidad que guardan un secreto que no necesita ser desvelado, pues el usuario ya lo conoce y con eso es suficiente.

 

Del entusiasmo al proceso. Luego el deseo, la imagen y el tacto. El cuerpo y el espacio. Ahora un lugar cerrado, que se define por el símbolo de la ostra y la nuez, como ejemplos de seres que buscan deliberadamente un hermetismo hermoso, en aras de proteger aquello que les es más preciado. Una esencia preciosa producto del tiempo y la erosión; un fruto que alimenta y nutre.

 

Estar “encerrados” y ensimismados en la creación como acto de introspección no tiene porqué traer una carga negativa. Estar propicios al silencio, a la soledad y a la lentitud solo ayudará a plantear el objeto de creación desde un lugar diferente, que quizá traiga recompensas mayores. Lugares vacíos, desprovistos de ojos, sin que el objeto quede exento de ser creado. Pues se hace por el “mí misma”. Por la única satisfacción de paliar una necesidad. De crear una perla o de tener algo que echarse a la boca.

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