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the room

Cuando empecé a hacer, pensaba que el lugar en donde surgían las piezas era irrelevante. Y en realidad, no entiendo el porqué ha surgido la obsesión tan profunda que tengo con el lugar. Solo siento esa sensación de gravedad correspondida dentro de un cuarto que sé que está destinado a recibir esas piezas. Como si el arte perteneciese a un único lugar. Y no sé hasta qué punto eso pueda tener fundamento emocional o ser, directamente, trivial. Pero yo sigo recordando mi habitación propia como si fuera un arenero de parque del que tengo total disponibilidad.

 

Recuerdo llegar pronto, por la mañana, y notar el aire frío de las primeras horas del verano. El sol estaba suave y conciliador, y solía dejar, antes de nada, mis incómodos zapatos en la puerta, para colocarme las babuchas que allí siempre tenía disponibles. Esas paredes blancas eran mi trocito de cielo en la Tierra, y mi sala de exposiciones personal. Debía hacer una fiesta de clausura antes de dejar aquel espacio.

 

Tenía todas las piezas con las que estaba investigando a la vista, disponibles para ser usadas, manipuladas, cambiadas de sitio y de discurso. No significaban nada, pero podían contar cualquier cosa. Las miraba una y otra vez y recuerdo considerarlas buenas, bellas, válidas sin más. Dibujaba durante horas, con las manos manchadas de barro y el tacto a flor de piel, deseando que jamás se hiciera de noche y comiendo con alguna sobra que había quedado en casa el día anterior. No me gustaba que nadie me visitase, porque suponía quizá explicar demasiado. Tanto, que aquello podía dejar de tener sentido por sí solo.

 

Alguien con el que hace más de dos años que no hablo, me dijo una vez que no quería ser artista. Que odiaba la fama y que estaba harto de falsos significados. Mantenía que la obra de arte debía “hablar por sí sola” (si es que eso tiene algún sentido). Dejó de asistir a las inauguraciones y era fiel a su lugar de trabajo, bajo sus reglas y sus exigencias personales. Amaba el arte y la creación, y jamás tiró la toalla. En aquel entonces, yo no lo entendía y pensaba que sí que se había rendido. Puede que hoy esté más en consonancia con él de lo que yo jamás había imaginado. Es posible que haya despertado y que después de esto, me esté costando mucho volver a dormirme. Quizá es que ni siquiera quiera acomodar la cara en la almohada.

 

Recuerdo también recorrer las paredes de mi estudio con mi mano, y sentir que allí era donde realmente tenía el poder de sacar afuera algo de magia. Una ciencia que nunca ha sido del todo entendida y que sentía que su verdadero poder residía en el momento de la creación. Justo en la receta, por así decirlo. En el hechizo del arte. Y dos años después comprendo que es el deseo el motor de esa magia y de esa pertenencia de la obra al lugar donde ha sido creada (o no). Puede que el arte no vaya de plantear certezas. Pero yo siempre he deseado poder liberar a las piezas de los lugares a los que pertenecen, y éstas han ido, cada vez más, ligándose con el cuerpo, y con el placer de la mano y el tacto. Pues siento que realmente se escucha lo que una obra de arte tiene que decir justo en el momento en el que está siendo creada.

 

Y de eso trata The room. De ser consciente del lugar de pertenencia, de la sombra fantasma que dejan las piezas cuando se van para ser admiradas en otros lugares. De ser feliz haciendo antes que exhibiendo. De mantener las distancias y saber el punto exacto en donde surge el deseo, el tacto y, por ende, la creación.

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